Margarita Kemayd y Myriam Royón triunfan en la elite del deporte plus 70.
“Primero, felicitaciones, campeona”, dice Myriam Royón con una sonrisa y abraza a Margarita Kemayd. Es la primera vez que se ven, pero las deportistas conversan y sienten que comparten una historia en común. Las dos nacieron en un Uruguay bien distinto al de hoy; dicen que crecieron en una sociedad machista donde había actividades reservadas para los hombres, y eran justo las que les atraían. Una en Shangrilá y la otra en Salto, llevaron una vida tranquila y dedicada al cuidado de sus hijos, sus maridos y el trabajo, pero siempre les quedó un asunto pendiente.
Recién hace unos años, y ya en la madurez, volvieron al amor que habían dejado en el freezer por los prejuicios de su época: el deporte. Myriam, de 72 años, entró a una academia para aprender artes marciales y Margarita, de 80, se reencontró con el agua en las clases de natación en el Club Remeros. Podría decirse que fue un acto de rebeldía porque ninguna se conformó con sentir el deporte como un hobby. Las dos se pusieron en campaña, entrenaron, juntaron dinero y viajaron con la bandera de Uruguay como escudo a competencias internacionales donde se consagraron campeonas mundiales. Hoy, Myriam tiene el oro en taekwondo y Margarita en natación.
Un viernes de noviembre se encontraron en el estudio de galería para la sesión de fotos que acompaña esta nota. No se conocían, y se pasaron hablando de sus historias: se preguntaron si estaban casadas, recordaron anécdotas de las competencias y repitieron -más de una vez- que este es su momento. “Estuve con dos nadadoras, una de 96 y otra de 95 años, y estaban espléndidas. Yo creo que todavía somos jóvenes”, bromea Margarita, y se ríen cómplices, pero en el fondo lo piensan. Myriam dice que está lejos de la vejez y que es una mujer activa. Margarita asegura que se siente viva en el mar. Las dos son una muestra de que la madurez no tiene que ser una etapa dura, triste y de decaimiento. Con su energía y perseverancia, son un ejemplo de que se puede formar parte del equipo plus 70 y estar más vivo que nunca. Estas son sus historias.
Margarita Kemayd
Una fuerte atracción con el agua
Más de uno se da vuelta a mirarla. En una lluviosa tarde de octubre, con el viento de la rambla y el frío que todavía no se quería ir, Margarita Kemayd bajó a la playa para sacarse unas fotos sin hacerse mayores problemas. “Mirá si me voy a preocupar por la lluvia. Yo soy lo que soy porque vivo con un pie en el agua. Tenemos una atracción muy fuerte”, dice. Se remanga los pantalones, se quita la capucha y se saca los championes. Tiene 80 años, pero mantiene una vitalidad que varios envidian.
Hace unos meses que su rostro de ojos celestes -por su ascendencia libanesa y vasca- recorre las redes sociales en un documental de su nieta Alfonsina, quien se propuso mostrar el camino de su abuela al Mundial Master FINA Gwangju en Corea del Sur. El proyecto fue un éxito: Margarita ganó la medalla de oro en la prueba de aguas abiertas del campeonato. También obtuvo un cuarto puesto en 400 metros libres, llegó séptima en 200 metros de espalda y sexta en los 100 metros libres. “El agua es el lugar a donde pertenezco, me hace muy bien y me gusta poder competir”, dice.
La relación entre Margarita y el agua es tan larga como sus primeros recuerdos de la niñez. De pequeña, a la salteña le gustaba pasar las tardes en el río junto a sus amigas. Era buena nadadora y quería ir al club, pero su padre no la dejaba. “Eran otros tiempos y las nenas se quedaban en casa”, recuerda. El único que sí podía ir a practicar remo era su hermano, quien llegó a participar en competencias y ganó varios premios. Pero, claro, era hombre. Margarita recién logró anotarse en el Club Remeros de Salto después de casarse.
Por aquellos años, su prioridad era criar a sus cinco hijos, más tarde a sus 14 nietos (hoy ya tiene bisnietos), y su atención estaba en el hogar. “Empecé a nadar más de grande. Mi esposo no entiende ni comparte absolutamente nada mi pasión, pero llegó un momento en que mis hijos ya estaban crecidos, educados, y lo quise hacer. Yo viví para criarlos y trabajé como loca. Ahí me abrí al mundo y la historia cambió. Por años decía amén a todo lo que se me pedía porque, claro, eran otros tiempos, pero ahora ya no. Esta es mi pasión y no voy a dejar de nadar”, asegura.
Margarita cumplió 60 años con un pie en el agua. Su rutina incluía varias horas en el club y, de ser posible, alguna escapada en el río. Al poco tiempo de volver a nadar, y con el impulso de la Federación Uruguaya de Natación, se creó la liga máster para mayores y se animó a competir. Su primera medalla la ganó en los Panamericanos de San Pablo. “Me acuerdo que pasé mareada. Creo que era el smog de la ciudad y mi cuerpo lo sentía, pero fue importante para mí”, cuenta. Fue un primer paso de una carrera de dos décadas que también la llevó a competir en las grandes ligas de la natación. Ya hace 15 años que gana campeonatos mundiales, en especial en las categorías de espalda y aguas abiertas.
Un desafío oriental. Este año, y sin preocuparse demasiado por la diferencia horaria ni las barreras del idioma, Margarita viajó con dos de sus nietos a la Villa Olímpica de Corea del Sur para presentarse en pruebas de piscinas y aguas abiertas para nadadores entre 80 y 85 años. En este camino, su nieta Alfonsina jugó un rol muy importante: fue la encargada de crear la cuenta de Instagram @miabuelaalmundial, que cautivó a cientos de seguidores, y está filmando un documental considerado de interés por la Secretaría Nacional del Deporte, que recibió apoyo para el viaje. También llamó la atención (y obtuvo la ayuda) de la Embajada de Corea del Sur, que colaboró con el costo de la estadía en la Villa Olímpica.
Para llegar preparada a la competencia, Margarita entrenó para aguas abiertas, la categoría donde obtuvo su medalla de oro. El ejercicio era demandante, porque tenía que preparar su cuerpo para nadar durante una hora y media, con una velocidad y respiración controladas. Estaba en el agua durante varias horas al día, pero no siguió ningún plan de alimentación. “Yo tengo diabetes 2 y no tendría que comer dulces, pero sí los como porque me encantan. Como de todo: carnes magras, gordas, todo tipo de verdura. Hoy, por ejemplo, no tenía pan para el desayuno y casi me muero. Ahora está la onda de no comer pan. Te digo que muchísimas veces desayuno torta frita porque tengo una panadería cerca de mi casa que las hace riquísimas”, dice a las risas una mujer que tiene una piernas fuertes como robles.
Después de aterrizar en Corea, Margarita estaba confiada y con unas pocas horas de sueño. “La diferencia horaria sentí que me mató, pero parece que no tanto. El día de la competencia de aguas abiertas había dormido una hora y media”, recuerda. Se había acostado antes de las 10 para descansar al menos ocho horas, pero la ansiedad y el cambio horario -12 horas más- no la dejaron dormir. “Yo estaba como estoy ahora: bien despierta. No me quería pichicatear ni soñando, porque me anulan. Había llevado melatonina (medicamento para dormir), pero ¿cómo la voy a tomar si al otro día tenía que nadar? Estaba eléctrica”, dice. Esa electricidad se notó en el mar horas más tarde. “Me fue muy bien porque había hecho la preparación para aguas abiertas. En los entrenamientos aumentaba un poquito la velocidad, después hacía un relax y salía, pero esto no me sirvió tanto en las pruebas de piscina. Gané en aguas abiertas, pero en los 200 metros de espalda quería ganar velocidad y no podía”, recuerda. Aunque también superó sus propios récords en esta categoría, aprovechó la experiencia para saber que tenía que pasar más tiempo en la piscina en la preparación para el Sudamericano en Paraguay, donde también ganó más de una medalla.
La compañía del mar. Al escuchar hablar a Margarita, es imposible no notar la pasión que siente por el agua. Se entusiasma cuando cuenta la vez que entró al mar Cantábrico durante un viaje al País Vasco y se indigna mientras dice, moviendo las manos enfáticamente, que sale del río con la malla teñida de verde por la contaminación. “El agua que nos rodea es nuestra vida, es lo que nos hace ricos, pero no sé hasta cuándo”, dice. También se emociona cuando asegura que el mar y ella son uno, y que se siente cómoda en esos rincones del planeta. Le tiene mucho respeto y aprendió después de algunos “percances”. Hace 12 años, en un Panamericano en México, estaba nadando en una categoría de 5.000 metros cuando vino una tormenta.
“Se levantaron unas olas que no me dejaban ver las boyas y, aunque las viera, no eran una guía porque se pueden desplazar. Lo único que veía era una gorrita a mi derecha y yo seguí nadando. Llegué a un lugar con un acantilado de piedras y había una corriente seria, así que di la vuelta para donde mi cabeza me decía que era la costa. Tenía razón: cuando llegué, gané; pero salí toda llena de llagas”. Aquella gorra que había visto era la de la nadadora que salió en segundo lugar. “Hay que conocer el agua. A mí me gusta ir al río Uruguay cuando está bajo. Voy hasta donde está la correntada fuerte, afirmo mis pies en el suelo porque si no, te lleva, y dejo que me bañe. Después me tiro y dejo que la corriente me lleve porque sé que si nado inclinado, hay un momento en que la corriente retorna. Es uno de los placeres más grandes que tengo en la vida”, dice. Y su historia lo confirma. Margarita imaginó que iba a llegar a los 80 años con medallas mundialistas, una energía contagiosa y una inquietud que explica sus deseos de llegar a los Juegos Olímpicos de 2020. “Me quiero presentar, estoy pensando en cómo puedo hacer y cómo me puedo preparar, pero quiero estar”, confirma.
Myriam Royón
La venganza de la niña y el judo
Myriam Royón no puede contar la anécdota sin reírse. Toma un poco de aire, abre bien grandes los ojos celestes (que le gusta resaltar con sombra del mismo tono) y recuerda con precisión una escena que ocurrió en un aeropuerto en Estados Unidos hace unos meses. Estaba por emprender el viaje de vuelta a Montevideo como campeona mundial de taekwondo. Había ganado dos medallas de oro en el torneo ATA de Artes Marciales en Little Rock (Arkansas) y varias medallas más por su desempeño en el campeonato nacional de Estados Unidos. Pero tenía un problema: no sabía dónde guardarlas. En el viaje había aprovechado para renovar su vestuario y llevaba valijas cargadas de regalos, así que decidió llevar las pesadas medallas de oro (de unos 10 cm de diámetro) en el equipaje de mano. Ya sabía que los funcionarios de la aduana, conocidos por seguir procedimientos estrictos, iban a pedirle que explicara qué llevaba en el bolso, pero no esperó que se fueran a codear, llamaran a otros y la felicitaran con tanta emoción. “¡¿Wow, qué es esto?!”, le preguntaron sorprendidos. Y esa no fue la única vez que volvió a casa cargada de premios; ya había traído medallas de los Campeonatos Panamericanos. Sin embargo, la conquista mundial no fue una victoria más.
Horas después de aquella escena, Myriam aterrizó en el Aeropuerto de Carrasco, se puso las ocho medallas al cuello y pasó por la puerta de llegada, donde fue recibida por una delegación de deportistas, amigos y familiares. “Yo esperaba solo a mi hijo, pero fue muy lindo. Me parece que sirvo de ejemplo para que otras mujeres y hombres, personas grandes, vean que se puede: tenemos que hacer lo que nos gusta y nos hace sentir vivos”, cuenta.
La historia de Myriam es un reflejo de su época. Siempre quiso practicar judo, pero en los años 50 estaba mal visto que las niñas compitieran en artes marciales, así que tuvo que oír más de una vez cómo su padre le decía que no. En su lugar, se las ingeniaba para continuar su pasión por los deportes en otras disciplinas como el atletismo y los torneos de salto largo. Eso fue en su adolescencia. Después de casarse, las reglas cambiaron, porque tenía que ocuparse de su hogar, su esposo y, por supuesto, sus hijos. “Me dediqué a mi familia hasta que ya estaban grandes y no dependían de mí. Ahí entré a este mundo y me conecté conmigo misma”, dice.
Su encuentro con el taekwondo fue curioso y repentino. Un día, Myriam estaba caminando por una feria del barrio cuando vio un folleto de clases de artes marciales donde aparecía una señora con el pelo gris. “Ahí pensé en por qué no lo hacía, y me animé”, dice. Se anotó en una academia en Lagomar, se compró el equipo y empezó los entrenamientos. Fueron días duros. Por su edad y la demanda física, pasó casi un mes con dolores en las piernas y poca movilidad. “Casi no podía caminar”, recuerda, pero no se rindió.
Aprendió las técnicas de defensa y entendió que las herramientas del taekwondo eran una forma de pararse en la vida, una filosofía. “El karate es más que un deporte. Es una filosofía donde se cuida desde el más chico hasta el más grande, tenés que ir prolijo, hay un respeto muy grande”, explica. Al tiempo también aprendió krav magá, una disciplina usada por los soldados israelíes como un sistema de lucha y defensa personal. Y combinó estos movimientos bruscos con el equilibrio del yoga, una disciplina que practica para conectarse con sus emociones. “No es que me parezca que no esté bueno que las personas tejan o borden, pero estar encerrado en una casa es no estar viviendo. Yo, por ejemplo, voy a festejar mi cumpleaños con gente de todos lados, tengo una linda vida social. Es lindo que las personas estén”, asegura.
Un paso, una competencia. Además de trabajar a nivel muscular, los médicos aseguran que el ejercicio es una buena herramienta para trabajar el cerebro y canalizar las emociones. Si se hace con constancia, de hecho, se puede volver en algo así como un círculo donde tu cuerpo demanda más y más entrenamiento. El caso de Myriam muestra esta teoría: “Empecé de a poco y compitiendo conmigo misma, porque quería mejorar y te mejora la autoestima. Después querés más y llegan las competencias”, dice. Sin embargo, su primer torneo nacional, allá por 2009, no es un buen recuerdo.
La competencia fue en el Latu y Myriam, que por entonces tenía 62 años, se había aprendido su rutina a la perfección, pero se quedó en blanco. Literalmente en blanco. Se paró frente a los tres jueces -en los torneos de taekwondo siempre hay uno que mira las manos, otro que ve el trabajo de piernas y uno que hace un “escaneo” general- y no supo qué hacer. Pero la segunda vez fue positiva: después de aquel primer tropezón se paró frente a otros jueces, en otra competencia, y mostró un mejor rendimiento. Empezó a presentarse en torneos regionales como los Panamericanos -es la actual campeona- y soñó con estar en Little Rock (Arkansas), donde se elige a los mejores del mundo. Este año lo cumplió.
Un camino al Mundial. Myriam ya había participado en un torneo mundial de taekwondo, pero no había conseguido el oro. “Hace tres años fui y me traje un segundo y tercer premios porque se me cayó el arma dos veces. Me quedó grabado; tenía gran bronca e indignación. Era mejor mi fórmula que la otra pero tuve esos errores”, dice. De afuera, puede parecer que una equivocación no es significativa, pero en las competencias de taekwondo cuesta caro. En esta disciplina, el que participa tiene que hacer una rutina estructurada, sin ningún cambio, por unos cinco minutos y sin errores.
Antes de subirse al avión con destino a Arkansas, Myriam practicó su rutina durante meses, se hizo un examen completo para asegurarse de estar en buenas condiciones físicas y siguió una dieta saludable. “No me cuesta porque me cuidé toda la vida. Mi abuela fue una persona obesa y mi madre, grande; tengo antecedentes. No como fritos, no tomo bebidas gaseosas ni comida chatarra. Tampoco es como El Tonga (Gastón Reyno, peleador de artes marciales mixtas) y no me tengo que pesar todo el tiempo, pero aprendés a controlarte. Si comemos mal, el cuerpo te pasa factura”, explica.
Al entrar al campeonato, estaba más madura, mejor preparada y se paró firme frente a los tres jueces. “Ahí estaba sola: el mundo y yo. Fue un desafío muy grande y obtuve los resultados que buscaba. Me sentía tan, tan feliz. Creo que tengo muchísima energía. Hasta el profesor me contó que cuando estaba compitiendo en Estados Unidos muchos de los adultos que participaban -hay personas de 80, 90- decían que tenía demasiada energía”, recuerda. Esa misma energía que la hace sentirse joven, ágil y dispuesta a enfrentar nuevos desafíos.