De las acciones de Sanguinetti, Ferreira Aldunate, Seregni, Medina y otros actores de antaño a las celebraciones de ahora.
Por Miguel Arregui
miguelarregui@yahoo.com
Mientras asumía la Presidencia de la República el 1º de marzo de 1985, en medio del retorno de exiliados, liberación de presos, alegrías y esperanzas sin cuento, Julio María Sanguinetti pensó más de una vez en el riesgo inminente de una crisis bancaria.
“La República está atravesando por una situación dramática desde el punto de vista económico”, advirtió en su discurso ante la Asamblea General. “En los tres últimos años este país ha perdido el 15% de su Producto; el Estado central paga más por intereses que por sueldos; si este país pagara hoy los compromisos de vencimiento de su deuda externa y los intereses que tiene que abonar en 1985, gastaría el 90% de lo que percibiría por sus exportaciones (…). [El ajuste tras la crisis de 1982] se traduce en una reducción de salarios, que unos podrán estimar entre un 35% y un 38% y otros en un 50%, una profunda herida en el ingreso nacional (…). ¡Cuántos límites, señores! ¡Cuántas acechanzas para la democracia!”.
La economía uruguaya padecía una severa crisis económica-financiera simbolizada por el quiebre el 26 de noviembre de 1982 de la “tablita” que preanunciaba el precio del dólar. El colapso de esos años fue aún mayor que el registrado entre 1999 y 2002 y la recuperación resultó más lenta.
Sin embargo, pese a las graves tensiones de aquella hora, desde entonces el país transita la etapa democrática más larga de su historia: 40 años.
Durante el caótico siglo XIX Uruguay no contó con una auténtica democracia. El sistema democrático se formalizó recién —después de guerras civiles y disputas sin cuento— con la Constitución de 1918, el voto de la mujer en 1938 y la libre administración de sus bienes desde 1946. El golpe de Gabriel Terra de 1933 interrumpió el proceso, que se reanudó en 1942, tras el golpe de Alfredo Baldomir, y duró hasta 1973.
Buscando a Máximo Tajes
Sanguinetti llegó a la Presidencia de la República por primera vez después de haber sido el principal ideólogo y gestor de un “cambio en paz” tras casi 12 años de dictadura.
Ganó para sí y para la Lista 15 el liderazgo del Partido Colorado en las elecciones internas de noviembre de 1982 al derrotar al sector del expresidente Jorge Pacheco Areco, mayoritario en las elecciones nacionales de 1971. (Jorge Batlle, guía histórico de la Lista 15 y futuro presidente de la República entre 2000 y 2005, no participó directamente por estar proscrito).
Al fracasar las negociaciones entre políticos y militares en el Parque Hotel, en mayo de 1983, Sanguinetti advirtió a la Convención del Partido Colorado que era preciso buscar en las Fuerzas Armadas un sector “aperturista”; un Máximo Tajes, dijo, el general que fue presidente de Uruguay entre 1886 y 1890 y que, junto a su ministro Julio Herrera y Obes, acabó con el Militarismo que Lorenzo Latorre había iniciado en 1876.
Si no se podía pactar con todo el Ejército, tal vez podría hacerse con una parte de él.
Sanguinetti, uno de los redactores de la Constitución de 1967 aún hoy vigente, ya era un príncipe ilustrado del modo que envidiaría el mismísimo Maquiavelo. Años después explicaría que “al Tajes había que buscarlo entre los ‘duros’, no entre los flexibles, o ‘progresistas’; éstos últimos eran los que, precisamente, tenían más ambiciones políticas, y por lo tanto, trataban de sustituirnos; eran los menos proclives a irse”.
El 1º de setiembre de 1981 había asumido la Presidencia el teniente general (r) Gregorio Álvarez, un hombre decisivo para el golpe de Estado de 1973, que tenía ambiciones de permanecer y era un enemigo de la democracia liberal.
Sanguinetti y sus aliados políticos encontrarían su Tajes en el teniente general Hugo Medina, un militar puro y duro que en junio de 1984 pasó a comandar el Ejército y unas semanas después pactó una salida con los civiles.
El otro libreto para la apertura, de mayor enfrentamiento y una ruptura democrática, lo proponía desde el exilio Wilson Ferreira Aldunate, caudillo mayoritario del Partido Nacional, quien era representado en el país entre otros por el historiador Juan Pivel Devoto.
Sanguinetti y Ferreira Aldunate se habían encontrado en agosto de 1983 en un seminario en Bolivia. Según Sanguinetti, los blancos estaban confiados en que el Partido Colorado por sí solo no podría negociar una apertura. Sanguinetti le advirtió que la izquierda no votaría por el Partido Nacional, como ansiaba Ferreira Aldunate, sino que lo iba a “empaquetar”, pues su líder en prisión, el general Líber Seregni, y el Partido Comunista, bajo la batuta de Rodney Arismendi, exiliado en Moscú, se inclinarían por una salida pactada, no por una ruptura imprevisible y tal vez sangrienta.
Los militares uruguayos habían comprendido la necesidad de ceder el poder después de que la mayor parte de la ciudadanía rechazara en el plebiscito del 30 de noviembre de 1980 un proyecto de Constitución autoritaria. Fue un relámpago en medio de la más completa oscuridad, una grieta en el muro: el principio del fin.
Por esos años también se registraron aperturas en varios países de América Latina, transida de dictaduras, incluidos dos esenciales para Uruguay: Argentina en 1983 —con los militares doblemente derrotados por una profunda depresión económica y una guerra en las Malvinas—, y Brasil en 1985.
Argentina, que padeció un régimen particularmente vesánico, tras el retorno a la democracia debió sortear décadas de inestabilidad política y económica, empezando por las rebeliones de “carapintadas” y la destrucción productiva; mientras en Brasil, muy a la brasileña, casi que hicieron como si no hubiera pasado nada.

Humberto Ciganda, de la Unión Cívica, Julio Sanguinetti y Walter Santoro, del Partido Nacional, en las fallidas negociaciones del Parque Hotel en 1983. Foto cedida por Julio María Sanguinetti
El papel decisivo de Seregni
Sanguinetti contó con la decisiva asociación de Líber Seregni, quien fue liberado en marzo de 1984, y de buena parte de la izquierda, aunque con la discrepancia y los cuestionamientos de los más radicales.
“Somos una fuerza pacífica y pacificadora” advirtió Seregni a los frenteamplistas apenas salido de la cárcel, para aventar cualquier sospecha de apuestas violentistas o de complicidad con los restos de la guerrilla del MLN-Tupamaros, destruida por los militares y policías en 1972.
Los comunistas participaron de las negociaciones en la sombra, al modo de Santiago Carrillo y los suyos en España tras la muerte de Francisco Franco en 1975.
Mientras tanto Ferreira Aldunate, quien regresó a Uruguay en barco el 16 de junio de 1984 en busca de una intransigente “ruptura” sin negociación, fue puesto en prisión en un cuartel de Trinidad, Flores.
Entre 1983 y 1984 las protestas callejeras, “caceroleos”, actos opositores, la emersión de partidos y sindicatos, la prensa alternativa y los paros contra el gobierno acabaron con la pax impuesta por la fuerza durante una década.
El 3 de agosto de 1984 el Partido Colorado, el Frente Amplio y la muy menor Unión Cívica formalizaron con los militares en el Club Naval de Carrasco un camino rápido de apertura. Los firmantes fueron los colorados Sanguinetti, José Luis Batlle y Enrique Tarigo, los frenteamplistas Juan Young (democristiano) y José Pedro Cardozo (Partido Socialista), además de Juan Vicente Chiarino (Unión Cívica) y otros; y varios militares encabezados por Medina (a quien los duros del régimen, civiles y militares, tildaron de traidor).
Acordaron realizar elecciones en noviembre de ese año, con algunos partidos y ciudadanos proscriptos, entre ellos Ferreira Aldunate y Seregni, y la vigencia de la Constitución de 1967, que vagamente se proponía modificar.
La revisión de los actos de la dictadura que terminaba, en particular las violaciones a los derechos humanos, no se discutió directamente.
El acuerdo o pacto del Club Naval fue un acabado ejercicio de realismo político. Los colorados casi se ganaron el gobierno, el Frente Amplio —hasta entonces ninguneado por el régimen y sectores de los partidos tradicionales— se posicionó como un jugador principal y los militares se aseguraron un revisionismo acotado: al fin y al cabo, mantenían el monopolio de la fuerza.
“Si se hubiera tocado el tema de la amnistía o del revisionismo, se habrían liquidado las conversaciones”, le dijo Hugo Medina al periodista César di Candia en una entrevista que se publicó en Búsqueda el 7 de marzo de 1991. “Todo el mundo sabía que eso quedaba para atrás, pero nosotros dábamos por sentado que, entre la gente de honor con la que estábamos pactando, no íbamos a llegar a un acuerdo para que después nos dijeran: «Bueno, mañana hacemos elecciones; nosotros ponemos los hombres para los cargos y ustedes ponen los presos»”.
El Frente Amplio demostró que era una realidad permanente, no un mero accidente histórico, y un actor político fundamental, no marginal: los colorados por sí solos jamás hubieran podido sellar un pacto aceptable para la mayoría sin el concurso de los blancos o, en su defecto, del Frente Amplio. El edificio político nacional tenía tres pilares, ya no dos.
Los blancos lamentaron un acuerdo traumático, que Ferreira Aldunate llamó “pacto Medina-Sanguinetti”, que les obligó a concurrir a elecciones sin su principal líder, con una fórmula vicaria (Alberto Zumarán-Gonzalo Aguirre), y algunos sectores de la izquierda realizaron duras críticas.
La mayoría del Partido Nacional había cumplido un papel destacadísimo para una restauración democrática que ahora se volvía en su contra.
“El más grande baldón de la historia contemporánea del país se llama Pacto del Club Naval”, afirmó el 16 de junio de 2004 en un acto en el club Trouville de Pocitos el expresidente Luis Alberto Lacalle de Herrera, de nuevo en carrera electoral. “El Frente Amplio, el Partido Colorado y (no voy a decir el Ejército, porque las instituciones no llevan culpa) los mandos militares de entonces pactaron para que Wilson no fuera presidente de la República”.
Pero en general la ciudadanía adoptó el acuerdo como una razonable vía de salida de una situación de facto demasiado larga y destructiva. Al decir de Sanguinetti, la mayoría de los uruguayos asumió que “no podíamos tener ya toda la democracia antes de tener la democracia”.
Las elecciones de 1984
Las elecciones nacionales del 25 de noviembre de 1984 fueron ganadas por el Partido Colorado (41,2% de los sufragios), seguido por el Partido Nacional (35%) y el Frente Amplio (tras la fórmula Juan José Crottogini-José D’Elía, 21,3% de los votos).

Tras la renuncia de Gregorio Álvarez, el vicepresidente Enrique Tarigo coloca la banda presidencial a Sanguinetti. Foto cedida por Julio María Sanguinetti
Julio Sanguinetti recibió la banda presidencial el 1º de marzo de 1985 de manos del vicepresidente Enrique Tarigo, un valeroso abogado y periodista que cumplió un papel opositor muy convincente desde antes del plebiscito de 1980. (Gregorio Álvarez había renunciado el 12 de febrero y la Presidencia interina recayó sobre el titular de la Suprema Corte de Justicia, Rafael Addiego Bruno). Sanguinetti volvería a ganar la Presidencia en las elecciones de 1994, aunque por un margen mucho más pequeño.
El proceso de restauración democrática contó con un decidido respaldo de Wilson Ferreira Aldunate, quien prometió “gobernabilidad” al ser puesto en libertad, cual burla postrera de los dictadores, cinco días después de las elecciones nacionales de 1984.

Jorge Batlle, presidente de la Asamblea General, toma juramente a Julio Sanguinetti y Enrique Tarigo el 1º de marzo de 1985. Foto cedida por Julio María Sanguinetti
Esa forma de restauración incluyó la liberación de los últimos presos por delitos de sangre por motivos políticos, la restitución a sus puestos de los funcionarios defenestrados por razones ideológicas, la habilitación de partidos y personas aún proscritas y, en medio de grandes tensiones, la aprobación de una suerte de amnistía para policías y militares acusados de violaciones a los derechos humanos: la ley de Caducidad de diciembre de 1986.